Por la calle polvorienta donde a un lado de la ancha acequia crecían los fresnos venia un hombre arreando un burro. El animal soportaba en cada una de las alforjas sobre su lomo un costal de yute Ileno de cal. De cuando en cuando el hombre gritaba: "marchantita la cal para su nixtamal". Por un centavo, el vendedor ambulante entregaba a la "marchantita" que salía a comprar, un bote salmonero copeteado de cal que disuelta en agua le serviría para lavar el nixtamal, el que a su vez molido en el metate se convertiría en masa que a su vez molido en el metate por las hábiles manos de las mujeres en tortillas, se echaban al comal para su cocimiento y estuvieran listas al reunirse en familia a Ia hora de la comida.
En las boticas Ilamadas también droguerías vendían muy pocas medicinas de patente. Los doctores recetaban a sus pacientes medicinas que la mayoría eran preparadas en las boticas por los farmacéuticos con materias primas que guardaban en tarros de porcelana que abarrotaban los anaqueles del establecimiento. Muchas familias pobres al enfermarse no tenían dinero para Ia consulta con el médico ni mucho menos para surtir las recetas; así es que al sentirse malos esperaban con impaciencia el paso del vendedor de yerbas medicinales. Este era un sujeto flaco, alto, que sobre sus hombros cargaba un palo con un canasto en cada extremo atiborrado de yerbas, raíces y cascaras. La clienta hablaba con el yerbero de su malestar y él le recomendaba el uso -según el caso- de la ruda, mejorana, tomillo; yerbaniz, manzanilla, etc. Continuaba su camino el señor de las yerbas pregonando: "la cuacia para la bilis", "el epazote para los gases de los frijoles"; siguiendo con una larga letanía de nombres de yerbas curativas.
Todos los días, lloviera o no, una mujer venía a pie desde Lerdo por el camino real. En lo temporada que maduran los higos pasaba por las calles con un canasto Ileno de esa fruta sobre la cabeza y otro en una de las manos, gritando: "quien quiere los viejitos de Lerdo". Al acabarse el tiempo de los higos abandonaba los canastos y pasaba con jaulas donde revoloteaban pájaros, y pregonaba, "quien quiere los jilgueros de Lerdo". La gente la conocía como La Pajarera.
Otro hombre, también alto y flaco, cubriendo su cabeza con una huaripa mugrosa de anchas alas, caminaba por las calles gritando: "botellas vacías que venda", "la lana que la vendan". Traía un costal al hombro donde guardaba lo que compraba.
Existieron tipos que pedían limosna aparentemente trastornados porque al pedir "una limosnita por el amor de Dios" sabían lo que decían. Había un muchacho que cantaba el siguiente estribillo: "Cuca mamá tin tan" sin saberse que quería decir con eso. A otro le apodaban "el chivo meé" porque queriendo asustar a los niños les decía "meé" imitando a esos animales.
También es digno de recordar aquel vendedor que per las tardes salía con dos botes de humeantes elotes pregonando: "elotes calientitos a tres, cuatro, cinco, seis, siete centavos" hasta Ilegar a 16, naturalmente nadie le compraba un elote que pasara de cinco fierros.
Uno de los últimos pregoneros de antaño, fue el señor que a las 10 de la noche comenzaba a recorrer las calles Ilevando un carrito con una garrafa de nieve de limón gritando: "pura agüita pura agüita, con o sin recaudo". El recaudo eran limones con cascara exprimidos en la nieve. La gente murmuraba que la yenta de nieve era para despistar ya que su verdadero negocio era vender marihuana que le dejaba, grandes ganancias. Es posible que haya sido cierto, porque a quien se Ie ocurre andar en la noche vendiendo solo nieve de limón.
Aparte de los pregones señalados se escuchaban otros en diferentes horas: como de los vendedores de camote que los trían en palanganas bateas, asados o cocidos embarrados con miel. había uno que con voz triste, pasaba pregonando cabezas tatemadas de chivo a 25 centavos, de carnero a 40. Los vendedores de gorditas de cuajada y el de los exquisitos marquesotes que aparecían al anochecer.
Había otras personas en las calles que se ganaban la vida de otra manera como los cantores de corridos y tragedias, y lo mismo el cieguito que se acompañaba con su arpa. Por las noches, la gente salía a cenar en las fondas callejeras alumbradas con cachimbas, ya fuera gallina frita, enchiladas o taquitos; ahora es diferente, ahora son los chavos que consumen perros calientes y las hamburguesas que se venden por todos los rumbos en puestos rodantes alumbrados con luz eléctrica. Las personas mayores afortunadamente no son afectas para consumir esos antojos extranjeros de sabor raro.
(Pablo Machuca Macías. “Crónicas y leyendas de Gómez Palacio”)
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