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LA PROCESION DE LOS FRAILES MALDITOS. (Leyenda CDMX)

Foto del escritor: Carmen benavidesCarmen benavides

La familia de Manuel y Sara Monroy Abundis, vivía en 1932 en una humilde

vecindad, en la calle que hoy conocemos como Republica de Ecuador. Eran

padres de seis hijos: tres hombres y tres mujeres. Todos ellos sumamente

trabajadores, especialmente los tres mayores: Francisco, Mateo y Javier. Mientras

que Carmen, Lupita y Mary, eran también muy dedicadas en sus estudios y

también muy acomedidas, sobre todo cuando se trataba de ayudar a su madre en

los quehaceres del hogar.

Los muchachos trabajaban en una fábrica para ayudar al sostén familiar, pero

uniendo sus ahorros y aplicando los conocimientos que tenían de artes gráficas,

mismos que los tres hermanos aprendieron en la escuela, pusieron una pequeña

imprenta debajo de la escalera de la vecindad donde vivían, con permiso del

dueño de esta.

Pronto se hicieron conocidos y de fama regular por ser cumplidos y mesurados en

sus precios. Sin embargo, debido a la carga tan fuerte de trabajo, era común que

permanecieran ahí todo el día. Sus hermanas les llevaban la comida y a veces la

cena, pues era común que velaran, en un intento por cumplir cabalmente, con la

infinidad de trabajos encomendados.

Una de tantas noches en que estaban trabajando, mientras la oscuridad y el

silencio se apersonaba en todos y cada uno de los rincones de la vecindad,

escucharon voces y susurros, a la vez que advirtieron un pálido resplandor.

Creyendo que se trataba de los vecinos, no le prestaron gran atención al hecho y

siguieron concentrados en su tarea.

Sin embargo, los rezos se hicieron mas fuertes, por lo que suspendieron su

actividad, para ver como bajaban las escaleras de la vecindad varios miembros de

una procesión. Al parecer eran frailes que rezaban en voz baja, llevando un cirio

encendido entre las manos. Los muchachos detuvieron su faena y se quedaron

inmóviles, mientras veían cómo los monjes avanzaban hacia ellos.


Por un momento, creyeron que algún vecino había muerto y que por eso los

religiosos habían acudido para rezarle al difunto algunas jaculatorias, sin embargo,

al advertir su cercanía, los tres hermanos sintieron que se les erizaban los

cabellos, pues se percataron de que eran seres descarnados los que se

aproximaban.

Aterrorizados vieron cómo la procesión atravesaba uno de los muros de la

vecindad y desaparecían, sin dejar rastro. Los hermanos lo único que atinaron a

hacer fue rezar y pedir ayuda del Todopoderoso, para no perder la cordura. Tan

pronto lograron articular palabra, decidieron regresar a su humilde vivienda,

localizada en la planta baja, al fondo de la vecindad.

Cuando entraron sus padres y hermanas se extrañaron de verlos ahí, pero no

hicieron ningún comentario, pues lo tres estaban extrañamente callados. A la

mañana siguiente, el ritmo de la vida y los habitantes de la vecindad aparecieron

en su acostumbrada rutina. Solo los tres hermanos se veían raros, como si no

hubieran dormido en toda la noche.

Finalmente, cuando se quedaron solos con su padre, le refirieron todo lo que

habían visto. Y él les dijo que era real, que incluso también él los había visto hacia

mucho tiempo y que no dijo nada por temor a que lo tacharan de loco.

Fueron entonces los hijos con su padre en busca de ayuda a la Iglesia. Ahí los

atendió un sacerdote que acepto acompañarlos a su casa. Una vez ahí y frente al

muro donde habían visto desaparecer la procesión, pidieron el apoyo de unos

trabajadores que, a punta de martillo, derrumbaron parte del muro, el que contenía

aprisionados restos humanos de al menos ocho seres humanos.

Esos huesos pertenecieron a unos jóvenes de rancia alcurnia, quienes tenían

fama de pendencieros, mujeriegos y libertinos, por lo que sus familias decidieron

destinarlos al monasterio para salvar sus almas. Los jóvenes accedieron a vestir

hábitos, con tal de no perder su herencia, pero jamás contemplaron la posibilidad

de que, por sus libertinajes y correrías, serian castigados. Pues una noche, en que

burlando la vigilancia del monasterio se escaparon en una carreta, escondidos


entre la carga de la misma, cayó una tormenta terrible y los caballos que jalaban la

misma, huyeron despavoridos, perdiendo su carga y por ende sus inadvertidos

pasajeros, quienes, al golpearse contra el suelo, estallaron sus cráneos en las

pesadas lozas de las calles de la colonia. Ante tan penoso acontecimiento, nadie

quiso darles cristiana sepultura y sólo el padre y madre de uno de ellos, accedió a

que se sepultaran todos juntos, como los cómplices que eran, en una de sus

propiedades, que no era otra que esa misma vecindad de las calles de Republica

de Ecuador.

después de l terrible descubrimiento, el sacerdote oró por el descanso de esas

almas en pena y procedió a bendecir sus osamentas, las que, al contacto del agua

bendita, prácticamente se desintegraron. Pasó el tiempo y el susto que se llevaron

los hermanos, debido a la fantasmal procesión, poco a poco se fue olvidando,

hasta convertirse en un extraño recuerdo, que no por ello se perdió. Dicen quienes

siguen viviendo en la remodelada vecindad, que todavía y de cuando en cuando,

se aparece la procesión de los frailes malditos.

(Reyes De A. Z. “Historias de las calles de la ciudad de México” 2011.Ed.

Época)



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