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LA PLAZUELA DEL TERROR Y LA INQUISICIÓN (Leyenda de Durango)

Foto del escritor: Carmen benavidesCarmen benavides

Allá, por el año de 1795, las autoridades españolas abrieron una suscripción de dinero entre el comercio de Nueva Vizcaya ya Zacatecas con el objeto de construir en la ciudad de Durango una horca y un quemadero.

Indudablemente en aquella época (como podría suceder en la actual probablemente) aquel proyecto se considero muy plausible y progresista y se reunieron los fondos suficientes para levantar, , como sea construyeron en efecto la horca y el quemadero en la Plazuela que entonces se llamó de los ajusticiados, después se conoció con el nombre de Plazuela del terror y actualmente lleva el nombre de uno de los mejores gobernadores que ha tenido el estado de durando: Baca Ortiz.

Muchos fueron según las tradiciones, los infelices sacrificados en aquella plazuela por las autoridades civiles, pero se asegura que el numero de victimas allí inmoladas por mandato de los inquisidores, fue muy superior al ejecutado por las autoridades primeramente mencionadas: Muchos herejes, apóstatas, relapsos perdieron la vida ante la expectación publica en aquella plazuela, después de haber sufrido incontables martirios en las crueles mansiones inquisitoriales en aras del pensamiento libre, entonces encadenado férreamente por los dominadores materiales y espirituales.

A propósito de la inquisición, se cuenta que en un departamento de la cárcel había un aparato llamado “potro” donde se daba tormento a los acusados para obligarlos a confesar los delitos que se les imputaban. Se ataba a la victima ligándole los miembros de manera que al girar una rueda se retorcieran los cordeles causándoles atroces dolores y llegando frecuentemente a producir fractura o desarticulación de los huesos. Si los acusados nada contestaban a la primera vuelta de la rueda, se daban a esta otra o más vueltas y así sucesivamente hasta que los cordeles alcanzaban una tensión insufrible; muchos reos no pudieron resistir aquellos tormentos y se confesaban culpables de delitos que no habían cometido, otros los soportaban con estoicismo y a algunos se les daba por compurgada la pena con los

tormentos que habían sufrido. Los jueces presenciaban y dirigían las maniobras inquisitoriales.

Durante algún tiempo la inquisición estuvo en la casa que después se conocía por “Casa de Larrea”, que era del Conde de Súchitl y a donde ultimas fechas ha sido almacén Bourillón ubicado en el crucero de las calles de 5 de febrero y Francisco I. Madero (Antes principal y San Francisco, respectivamente)

No fueron pocos los espectáculos espeluznantes que se dieron al pueblo de Durango en la Plazuela del Terror, donde se efectuaron algunos actos de fe, ahorcándose y quemándose a los herejes y relapsos: Unos eran quemados vivos; otros lo eran después de ahorcados, otros eran puramente ahorcados, y los ausentes, y los que habían muerto antes de ser enjuiciados, eran quemados en efigie.

El día de la ejecución las víctimas eran sacadas de los calabozos ataviados con ridículos Sambenitos (túnica generalmente de color verde con diablitos y figuras grotescas pintadas) y paseados por las calles de la población en jumentos o a pie, haciéndolos objeto de sangrienta mofa, después de aquel paseo se les llevaba a la plazuela del terror en donde todo se iba preparando de antemano para la ejecución. Se construían palcos de madera y una plataforma especial para las autoridades, inquisidores y personas distinguidas, viéndose aquel lugar sumamente concurrido por el pueblo que iba a presenciar los autos de fe. Luego se leía la sentencia de cada condenado, haciéndose resaltar los delitos de que eran reos, eran invitados por un sacerdote que les suministraba los últimos auxilios espirituales, a que declararán su culpabilidad y se arrepintieran a fin de que se salvaran del infierno perpetuo y finalmente se procedía por el verdugo a ejecutar las sentencias, ahorcando a los que esta pena tenían o atando a un poste enclavado en el centro del quemadero y sobre un gran hacimiento de leña seca o verde según la sentencia, a los que habían de ser quemados vivos.

Cuenta la leyenda callejera que muchos lustros después de abolida la inquisición y de destruidos el quemadero y la horca, de cuando en cuando los vecinos solían escuchar por las noches lastimeros gemidos que eran como el eco de los lamentos

de quienes expiraron allí, lamentos que indudablemente pudieron ser el eco de las maldiciones que desde la región incomprensible, insondable de los espíritus enviaban contra aquellas instituciones políticas y religiosas tan corrompidas, quienes habían sido inmolados en aquellos repugnantes cadalsos. Contaban también que al pasar por aquellos sitios durante la noche les parecía ver siluetas de hombres con sambenitos, siluetas de encapuchados y de verdugos que atizaban el fuego o empuñaban la soga.

Desde entonces se llamó a aquel lugar la Plazuela del Terror.

(Gámiz, Everardo. “Leyendas durangueñas” 2010)



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