Fue por aquellos años de los cuarenta cuando don Eduardo Palomares compró una parcela cerca de donde los caminos de la Treinta y cinco se juntan con el río salado. Se llevó a vivir allí a su hijo mayor, quien con su familia trabajaría la tierra, que para todos daba; eran los tiempos de bonanza por la producción algodonera.
Luego de vivir algunos meses en aquel rancho, una noche, la familia se quedó observando una luz que se desplazaba por los aires, en la lejanía, de un lado a otro. Era como una bola de lumbre que poseía algún tipo de inteligencia, porque bajaba y subía por los barrancos del río como buscando alguna cosa por el lugar. Largo rato contemplaron aquel extraño ser hasta que lo vieron alejarse hacia la sierra.
Quedaron fascinados y empezaron a hacer conjeturas sobre aquello que acababan de observar; pero poco tiempo tuvieron para pensar en el hecho, ya que se volvió a repetir durante muchas noches. Un día, Josué, nieto de don Eduardo, se propuso de una buena vez acabar con el misterio y tras darle vueltas al asunto, por la tarde ensilló su caballo y, cargando su rifle y su machete, avisó a la familia de sus propósitos.
Al caer el sol, partió por el monte con la temeridad que da la ignorancia por tener quince años y pensar que nada hay en el mundo que a esa edad no pueda enfrentarse. Sin prisa, avanzó por veredas entre parcelas y pastizales hasta llegar a las orillas del Salado, a la altura por donde se veía llegar aquella bola de fuego. Bajó entonces del caballo y tomó posición de alerta mientras la noche iba abrazando los montes, invadiendo con su sombra cada rincón. Luna y estrellas salieron a recorrer los cielos de terciopelo mientras el muchacho vigilaba el horizonte con el arma lista y la decisión en la mirada.
No tuvo que esperar tanto. Una bola de luz apareció por el sur y a largos saltos se iba poco a poco aproximando hacia su punto de espionaje. Volaba y tocaba tierra como si su vuelo no pudiera ser continuo; y al llegar al río, quedó flotando y empezó su exploración por todo el cauce, como buscando algo por una u otra orilla. Estaba a unos cien metros de Josué, que contemplaba atento y ansioso por desentrañar el misterio, apretando cada vez más el fusil entre las manos. La luz iba y venía con parsimonia, sin prisa alguna; hasta que el muchacho, no pudiendo controlar la ansiedad y nerviosismo que lo invadía, le gritó entre retador y asustado.
La luz quedó quieta y se apagó por un instante. Un ominoso silencio cayó sobre el paraje, y grillos y aves de la noche parecieron participar de la tensión del momento. Josué pensó que había asustado al flamígero volador y ya no volvería a aparecer por el lugar. De pronto, la luz apareció más lejos y empezó a avanzar otra vez hacia donde estaba el espía, quien empezó a inquietarse con una sensación de frío recorriéndole su espina dorsal. La bola de fuego se detuvo a unos cuarenta metros y quedó quieta, como observando también, entre curiosa y burlona a su cazador.
El tembloroso joven levantó el rifle y le hizo un disparo que apenas motivó un pequeño movimiento en el volador. Como buen habitante del Anáhuac, Josué era diestro en el tiro con diversos calibres y lo sorprendió haber errado el disparo una y otra vez hasta que una carcajada de mujer le heló la sangre. La risa rebotaba por los barrancos y se repetía a lo largo del cauce en un eco macabro que taladraba hasta el cerebro del atrevido que, arrepentido y tembloroso, bajó el rifle en espera de algo peor. Nada sucedió... La luz quedó ahí en tenebrosa espera hasta que empezó a volar lentamente en retirada.
El cazador, sacando fuerzas del horror que lo embargaba, levantó el rifle veintidós e hizo un último disparo. La luz se detuvo y algo sucedió tan trivial como insólito; en vez de la risa anterior, se escuchó una burla manifestada mediante un canto no comprensible. La luz se fue alejando displicente, sin prisa; y Josué quedó ahí con el rifle y el espanto que le erizaba el cabello sin saber qué hacer. Reaccionó sólo para trepar al caballo y emprender también la retirada a todo lo que su caballo podía dar. Pasó algún tiempo para que el muchacho se recuperara del susto que le dejó tan traumática experiencia; pero aquella luz ya no volvió a presentarse por ese lugar. Dicen que la bola de fuego era una bruja, y que después de lo acontecido, volvió a aparecer, pero en otros poblados.
(Carlos Franco Sodja. “La carcajada de la bruja”, en Leyendas Mexicanas de antes y después de la Conquista. México)
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