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La calle de don Juan Manuel (Leyenda)

Foto del escritor: Carmen benavidesCarmen benavides

Cuenta la leyenda que en esa calle vivía hace muchos años un señor español muy principal, llamado don Juan Manuel, a quien Dios quiso dar muchos bienes de fortuna y una esposa que era un ejemplo de hermosura y de virtud.

Todo el mundo lo creía un hombre verdaderamente feliz, pero estaba muy distante de serlo, porque viendo que pasaban los años, y que no tenía sucesión empezó a entristecerse, y se entregó a la devoción con tanto fervor, que no salía de las iglesias, ni se le veía tratar más que con religiosos y personas conocidas por su piedad.

Pero como a pesar de eso, su tristeza iba en aumento, y por ella desatendía sus intereses, determinó hacer venir de España a un sobrino suyo a quien amaba mucho, para que se encargase del manejo de la casa, y él separándose de su mujer, decidió ingresar como religioso de San Francisco, para acabar sus días santamente.

Llegó en efecto el sobrino, y con él la perdición de don Juan Manuel, porque el enemigo común, es decir, el demonio, que sin duda estaba en acecho de su alma, empezó a atormentarlo con el terrible tormento de los celos. Oía continuamente don Juan Manuel en su interior una voz que le decía que su esposa era infiel y criminal, y le aconsejaba las acciones más desesperadas y crueles, para vengar su honra; y lo peor era que le designaba como sospechosas a las personas que él tenía por más virtuosas y honradas. En fin, su razón se trastornó de manera que una noche invocó al demonio, y celebró con él pacto formal de entregarle su alma, siempre que le proporcionase la ocasión de vengarse de la persona que en su concepto ultrajaba su honor. El demonio que nunca duerme no quiso desperdiciar la ocasión que se le ofrecía de perder a otras muchas almas, y así le aconsejó que a las once de aquella misma noche saliese de su casa y vería pasar por su calle al ofensor que buscaba.

“Sal de tu casa todas las noches, y acomete sin temor a la persona que encuentres en tu calle a las once en punto”.

Lo hizo puntualmente don Juan Manuel, y viendo por cierto a un hombre que pasaba por la calle embozado en su capa, se acercó a él, y sin hablarle una palabra le dio tan feroz puñalada que lo dejó muerto en el acto. Ya empezaba don Juan Manuel a sentir la satisfacción que causa la venganza a un corazón dañado, cuando a la noche siguiente volvió a aparecérsele el demonio, y después de pedirle cuenta de lo que había hecho, le dijo: —No creas que te has librado del enemigo de tu honra: el que has matado ayer era un hombre inocente que iba a repartir a su familia el fruto de su trabajo; pero debía morir en aquel momento porque así convenía a mis designios.

Al oír esto don Juan Manuel, fuera de sí y lleno de furor, iba a prorrumpir en las más horribles maldiciones contra el demonio; pero éste sin darle tiempo a pronunciar una palabra, le recordó su terrible juramento, y a fin de confirmarlo más, continuó diciéndole: —Si tu ciencia fuera igual a la mía, no extrañarías nada de cuanto puede sucederte en el mundo. Pero ni tu entendimiento es capaz de tanta ciencia, ni a mí me es dado comunicártela. Sin embargo, quiero hacerte el mayor servicio que puedo en estas circunstancias, que es revelarte el modo de lograr tus deseos. Sal de tu casa todas las noches, y acomete sin temor a la persona que encuentres en tu calle a las once en punto; quítale la vida, y si me vieres aparecer al instante, puedes estar seguro de que has acertado el golpe... No pierdas tiempo, y considera que tu esposa lo emplea en distracciones algo más agradables que las tuyas.

Más encendido en celos don Juan Manuel, por las palabras del demonio, acabó de hacerse sordo a las voces de su conciencia, y desde aquel instante comenzó a poner por obra el infernal consejo. Todas las noches salía puntualmente de su casa, y para asegurarse mejor de la exactitud de la hora, preguntaba al primero que encontraba en la calle —amigo, ¿qué hora es?— y al contestar el desgraciado hombre —las once— don Juan Manuel añadía, clavándole el puñal en el pecho —dichoso usted que sabe la hora en que muere. Así continuó por mucho tiempo don Juan Manuel llenando de terror a todo México, pues diariamente amanecía una persona asesinada por aquel barrio sin que pudiese saberse quién había sido el agresor, hasta que una mañana vio conducir don Juan Manuel a su presencia el cadáver mismo de ese sobrino suyo a quien tan tiernamente amaba, y a quien había asesinado la noche anterior sin conocerlo. A vista del cadáver causó en don Juan Manuel una sensación de horror y de aflicción difícil de explicarse; desde entonces comenzó a sentir de nuevo los remordimientos de su conciencia con tanta fuerza que, despreciando los temores que le inspiraba el pacto celebrado con el demonio, voló inmediatamente a echarse a los pies de un religioso de San Francisco, muy conocido en México por su sabiduría y su santidad, y le reveló todas sus culpas con las más vivas demostraciones de arrepentimiento. Pero este santo varón como era tan inteligente en la ciencia de dirigir las almas, antes de dar la absolución a don Juan Manuel, quiso probar su arrepentimiento, y para esto le impuso por penitencia que fuera a media noche por espacio de tres días al pie de la horca a rezar un rosario por las almas de los que había asesinado, y volviese al día siguiente a referirle lo que le hubiese sucedido.

Resuelto don Juan Manuel a ponerse bien con Dios, obedeció con la mayor humildad, y al dar las doce de la noche, se dirigió a la horca, no sin sentir un horror que le helaba la sangre de sus venas. Púsose de rodillas al pie de la horca, según le había ordenado el padre y empezó a rezar el rosario, sin que notase cosa alguna; más al concluirlo, y cuando ya trataba de retirarse, quedó fuera de sí por el pavor que le causó escuchar una voz sepulcral y lejana.

Cuando éste volvió de su desmayo, ya empezaba a despuntar el día, y su primer cuidado fue ir a referir al padre aquel terrible acontecimiento. El padre procuró animarlo haciéndole ver que así convenía a la salvación de su alma; que aquello no era más que un ardid del demonio para retraerlo de tan santa empresa; que hiciese la señal de la cruz sobre todo lo que pudiera inspirarle temor, y finalmente, que volviera a la horca aquella misma noche a seguir cumpliendo su penitencia, seguro de que al día siguiente le daría la absolución de sus culpas. Fortalecido de este modo don Juan Manuel, acudió con la misma puntualidad a la horca, y no bien había concluido su rezo, vio a lo lejos un gran número de luces opacas que se movían de dos en dos como si fueran una procesión, y detrás de ellas un bulto negro levantado en lo alto, parecido a un ataúd. Don Juan Manuel vio aquello con bastante valor, pero al oír la misma voz que la noche anterior lo había dejado casi sin vida, perdió enteramente el ánimo y el sentido. Al otro día fue a ver al padre y le manifestó que quizá no podría resistir a la tercera prueba y que, por lo mismo, le concediera su absolución.

Ya entonces no le pareció justo al padre negarle aquella gracia, y haciéndole repetir la confesión de sus pecados, le dio por fin la absolución que tanto deseaba, pero siempre con la condición de ir a hacer su tercera y última visita a la horca, como en las dos noches anteriores.

Y lo que ocurrió aquella noche fue algo verdaderamente aterrador: don Juan Manuel salió a cumplir su penitencia como le previno el padre para encontrar completamente su perdón; pero lo único que encontró fue su muerte. Pues, al día siguiente amaneció ahorcado. Dicen que fue el demonio; dicen que él mismo se suicidó. En realidad, nadie lo sabe a ciencia cierta; sólo se sabe que desde aquellas vivencias la calle que conducía a la horca llevó por nombre; “La calle de don Juan Manuel.

(Manuel Orozco y Berra. “La calle de don Juan Manuel”, en Leyendas mexicanas, tomo I, España, Everest, 2001, pp. 147-152).




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