Al llegar la temporada de lluvias, los agricultores de Anáhuac, Nuevo León, aseguran ver por los caminos que llevan al ejido Rodríguez, un niño de escasos siete años que, ataviado de huaraches y túnica azul celeste, les habla para ofrecerles ayuda. Cuentan que hace muchos, muchos años, vivió por aquel poblado una mujer de mal corazón que vivía sola con su hijo; al cual maltrataba sin consideración alguna. Una ocasión tras golpearlo, lo corrió de la casa sin considerar que afuera hacía frío y una pertinaz y helada llovizna hacía más penosa la marcha por los caminos.
El niño, resignado y mal abrigado, tomó por la vereda que lo conduciría al poblado; pero el frío venció su voluntad y con manos y pies entumecidos, buscó refugio entre un mezquital. Se acomodó hecho nudo y quedó dormido en un largo sueño del que ya nunca despertó. Y quedó ahí, para siempre quieto, para siempre soñando con un mundo mejor; un lugar lleno de amor, abundancia y calor, que en vida nunca conoció. Por la mañana un pastor lo descubrió entre los breñales: muerto por el inclemente frío. El caso del niño muerto en el desamparo, hizo que la gente del lugar se uniera para cubrir los gastos de una cristiana sepultura; ya que su madre desapareció de su casa. Tras realizada la buena acción, pronto fueron olvidando al niño aquél y la vida siguió su curso.
Al invierno siguiente, los campesinos empezaron a comentar sobre un niño de extraña presencia que, por caminos reales y veredas, detenía a los viandantes para ayudarlos con lo que llevaran cargado. Otras veces, se ofrecía para ayudar a los regadores o a los pastores que encontraba por parcelas y montes. Aunque vestía raro, su voz era suave y su sonrisa era constante. Siempre lo veían de día y, por lo mismo, nunca provocó desconfianza o miedo a quien lo miraba. Un campesino tuvo la experiencia de tratar más con aquel pequeño, una tarde de frío en que los caminos estaban destrozados por la lluvia. En el rancho donde trabajaba, le habían prestado un exprés para ir a la Estación Rodríguez a surtir su despensa. Al regreso, quedó atascado en una trampa de lodo y por más que se afanó y fustigó a la mula, no pudo sacar el exprés de aquel lodazal.
Después de mil intentos, se sentó lleno de preocupación al pensar que la lluvia llegaría otra vez y echaría a perder sus provisiones. Recargado en un mezquite sólo observaba el pozo y la mula agotada; en ese momento oyó una voz infantil a sus espaldas.
Al volver la vista, vio al niño de rara vestimenta que le sonreía. Lleno de mal humor por el cansancio, quiso correrlo; pero el niño, como percibiendo sus pensamientos, le insistió: —Sí puedo... Sólo dame las riendas.
El hombre, extrañado, le señaló hacia el exprés concediéndole permiso. El niño sin decir nada y sin castigar a la mula, hizo que el carretón saliera con facilidad y lo condujo más adelante, hasta un lugar seguro. El campesino siguió atónito el exprés y llegó hasta el pequeño que, sin decir nada y con una sonrisa, le entregó las riendas. Con una señal, el pequeño lo invitó a subir al asiento y confundido, subió como obedeciendo una orden. El niño bajó de un salto y antes de tocar el suelo, se convirtió en una luz que lentamente se fue desvaneciendo. El campesino, asustado por un momento, bajó del carro; se arrodilló y rezó ante la luminosidad hasta que ésta desapareció, dejando un agradable olor en medio del camino. Fue así como, por mucho tiempo, al pasar por el lugar, los campesinos se santiguaban y dejaban flores en el punto donde estos hechos acontecieron. La gente dice que aquel niño desamparado es hoy un ángel que busca por los caminos a toda aquella gente que se compadeció de su cuerpo y lo llevó a descansar en la tierra santa del panteón municipal. Así, él es conocido como el Ángel de los caminos...
(Carlos Franco Sodja. “El ángel de los caminos”, en Leyendas mexicanas de antes y después de la Conquista, México, Edamex, 1995).
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