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EL TESORO DE LA CALLE DE OCAMPO (Leyenda de Durango)

Foto del escritor: Carmen benavidesCarmen benavides

Había en la calle que hoy lleva el nombre del gran paladín de la Reforma Melchor Ocampo, una antigua casa, de construcción española, de dos pisos, que generalmente estaba deshabitada pues que, según se decía, se veían en ella durante las noches cosas grandes y maravillosas y se escuchaban cosas ídem, rumores extraños de cadenas y cueros, golpes de puertas que se abren y cierran con estrépito, sonar de timbres en distintas habitaciones y en intervalos de relativo silencio, el fru fru de la seda y el rumor de pasos de calzado de mujer, habiendo quien asegurara que al oír pasar aquel rumor se percibía el olor de delicados perfumes.

Y era pródiga en ruidos extraños la supradicha casa no lo era menos en soberbios o espeluznantes espectáculos, pues que se veía de cuando en cuando, la casa, que estaba, repetimos, habitualmente abandonada, profusamente iluminada, ataviada con un lujo deslumbrador, sus habitaciones enalfombradas, luciendo elegantes ajuares con sus puertas preservadas con hermosas cortinas, viéndose en sus pasillos y departamentos un ir y venir de gentes muy elegantes, criados con librea conduciendo, unos algunas piezas de ropa, otros charolas con copas rebosando de apetecibles vinos, alguno penetrando de la puerta principal conduciendo cartas en una charola, personajes que parecían estar de visita, deshaciéndose en cortesías y caravanas, etc. Todo hacia presumir que aquella casa había sido habitada por una familia de un potentado de la época colonial.

Cuentan que cierta vez llego de Durango, no se sabe de dónde ni quienes eran, una familia muy pobre, en unos modestos pollinos, y para pasar la noche pidieron se les prestara aquella casa sola, a lo que accedió de muy buen agrado el propietario o encargado después de advertirles que tal vez no la pasaran nada bien en la repetida casa, por espantar en ella de una manera escandalosa. Que a eso de media noche, cuando todos, especialmente los pequeños dormían profundamente, notaron la iluminación repentina de la casa y se dieron cuenta del barrullo de aquella aristocrática mansión, presenciando escenas como las que ya hemos mencionado.

Espantados salieron precipitadamente: pero al salir a la calle se dieron cuenta de que un chiquillo se había quedado dormido dentro; proyectaba entrara a sacarlo; pero su indecible temor se los impedía y ante la convicción de que el pequeñuelo dormía y era difícil que despertara, optaron por dejarlo y esperar en la puerta el nuevo día.

Cuando el sol salió se disipó un poco el temor en los espíritus de aquellos viajeros y todos, muy juntitos para protegerse y darse mutuamente valor, entraron a sacar al niño que había quedado dentro, encontrándolo sentado ya y muy sonriente con una carta en la mano. Les dijo que un hombre elegantemente vestido le había llevado en una charola aquella carta, le había hecho una caricia en las mejillas y había desaparecido.

Abrieron la esquela y en ella decía que en tal y cual sitio de la casa se hallaba sepultado un gran tesoro y recomendaba que los extrajeran para tranquilidad de muchos espíritus que vagaban penando. Inmediatamente procedieron a la extracción de aquel tesoro, contándose que aquellos afortunados viajeros se fueron no solo sin dar las gracias al encargado de la casa, sino sin devolverle las llaves de esta.

Registrada fue después dicha casa, encontraron la excavación y las demostraciones palpables de que habían extraído de allí algunos cajones indudablemente con dinero.

No se volvió a saber nada de los afortunados ni que rumbo tomaron.

Desde entonces aquello dejó de ser “La casa de los espantos”, pues nada anormal se ha vuelto a ver ni a escuchar en ella.

(Gámiz, E. “Leyendas durangueñas” 2010)



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