Allá por el año de 1593, vivía un hombre llamado Don Rodrigo de Ballesteros, a espaldas del Colegio de los Jesuitas en la Ciudad de México, quien por esas fechas debía contar con no menos de 70 años de edad y de quien se dice fue capitán de arcabuceros de los ejércitos reales de España y ganador de muchas batallas y honores para la corona; fue herido en la famosa batalla de San Quintín, por lo que se retiró del servicio y fue premiado por el rey Felipe II, con fortuna y encomiendas de estas nuevas y codiciadas tierras.
Don Rodrigo era sin duda un hombre singular, pues en tanto que su casa era una de las más bellas del rumbo de Azcapotzalco, con grandes balcones, escaleras al frente, espaciosas habitaciones adornadas con cortinas de Damasco y muebles de lo más lujoso, vajillas de plata y cristales europeos; no obstante, él contrastaba en su persona con el lujo y poderío de su morada por el aspecto de mendigo con su ropa raída y por su repugnante desaseo. Jamás se despojó de un capellar plomizo, donde se fueron acumulando una mancha sobre otra.
En general era un desastre. Tenía los ojos desorbitados, de estatura baja, complexión gruesa y una voz tan estentórea que se podía escuchar por todo el vecindario. Enemigo de los niños, a los que maltrataba siempre a su paso. En fin, que don Rodrigo, por su aspereza y excentricidad, era antipático para quienes le trataban. Se le acusaba de íntimas y sospechosas relaciones con gente más extraña aún, pues se decía que estaba envuelto en grandes escándalos por lo cánticos y maldiciones que lanzaba, según esto, al mismo Satanás. A misa nunca asistía y como hacía gala de ello, todo el mundo estaba escandalizado y acabaron por llamarle “el excomulgado”.
Varias cosas distinguían a este extraño hombre, pues sucede que le gustaban mucho los animales y su casa estaba llena de ellos, a los que hablaba con cariño por lo que la gente decía que era capaz de entender su lenguaje. El animal de su predilección era un hermoso cuervo negro, de ojos brillantes y amenazadores; este cuervo gozaba de grandes privilegios, pues derribaba y ensuciaba a propósito todo en la casa de don Rodrigo, quien montaba en cólera cuando alguien se propasaba en inferirle algún maltrato al cuervo.
Algo realmente fuera de la época es que el nombre del “Diablo” resonaba con amor a todas horas, y en todo momento en la casa de don Rodrigo. Los criados para disculpar sus descuidos y fechorías decían a su patrón: —Señor, eso lo hizo el “Diablo”. Eso serenaba la furia de don Rodrigo quien a carcajadas agregaba: —Pues si lo hizo el “Diablo” está bien hecho.
La gente al oír el nombre del Diablo con tanta aprobación evitaba acercarse a la casona, pues no podía simpatizarles mucho que alguien tuviera tan íntimas amistades con el diablo. Lo que resultó el colmo de los colmos para los timoratos, fue la súbita desaparición de don Rodrigo y su cuervo. De los criados tampoco se supo mucho; con el tiempo la casa se veía totalmente abandonada. Ante tal misterio se tuvo que llamar a la policía. Entraron los guardias y tres oidores a la casa, pero lo que encontraron los llenó de espanto: había una cruz manchada de sangre y muchas plumas de cuervo, también manchadas. ¿Qué significaba aquello? Un misterio impenetrable envolvió siempre aquel asunto. Dicen que "El Diablo" y don Rodrigo azotaron la cruz y, por lo mismo, ambos se fueron directamente al infierno.
¿Quién sabe qué habrá ocurrido, en realidad? Lo cierto es que nadie quiso ni regalada la casa de don Rodrigo; se clausuraron las puertas, se cerraron con adobe las ventanas y el polvo fue apoderándose de los muebles y la tapicería. La casa quedó convertida en una especie de fósil, enterrado entre otras casas del barrio. Al año siguiente apareció el cuervo, siempre maldecido por todos, en un puentecillo que había en la calle de don Rodrigo.
Siniestros y espeluznantes resultaban sus graznidos y, al filo de las doce de la noche volaba hacia el balcón de la casa donde lo esperaba su amo; un esqueleto que reía de un modo siniestro y que acariciaba al cuervo con sus manos desnudas sin carne. No es de extrañar que la calle tomara con el tiempo el nombre de “El puente del cuervo”, por aquellos extraños acontecimientos perdidos en el tiempo. Ahora ese lugar se conoce como la calle de Colombia.
(Nélida Galván Macías. “El puente del cuervo”, en Leyendas mexicanas. México, Selector, 2003)
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