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EL CIRCULO DEL 99.

Foto del escritor: Carmen benavidesCarmen benavides

Había una vez un rey muy triste que tenía un sirviente, que, como todo sirviente de

rey triste, era muy feliz. Todas las mañanas llegaba a traer el desayuno y


despertar al rey contando y tarareando alegres canciones de juglares. Una gran

sonrisa se dibujaba en su distendida cara y su actitud para con la vida era siempre

serena y alegre. Un día, el rey lo mandó a llamar.

—Paje –le dijo— ¿cuál es el secreto?

—¿Qué secreto, Majestad? —

¿Cuál es el secreto de tu alegría?

—No hay ningún secreto, Alteza.

—No me mientas, paje. He mandado a cortar cabezas por ofensas menores que

una mentira.

—No le miento, Alteza, no guardo ningún secreto.

—¿Por qué estás siempre alegre y feliz? ¿eh? ¿por qué?

—Majestad, no tengo razones para estar triste. Su alteza me honra permitiéndome

atenderlo. Tengo mi esposa y mis hijos viviendo en la casa que la corte nos ha

asignado, somos vestidos y alimentados y además su Alteza me premia de vez en

cuando con algunas monedas para darnos algunos gustos, ¿cómo no estar feliz?

—Si no me dices ya mismo el secreto, te haré decapitar – dijo el rey—. Nadie

puede ser feliz por esas razones que has dado.

—Pero, Majestad, no hay secreto. Nada me gustaría más que complacerlo, pero

no hay nada que yo esté ocultando...

—Vete, ¡vete antes de que llame al verdugo!

El sirviente sonrió, hizo una reverencia y salió de la habitación. El rey estaba como

loco. No consiguió explicarse cómo el paje estaba feliz viviendo de prestado,

usando ropa usada y alimentándose de las sobras de los cortesanos. Cuando se

calmó, llamó al más sabio de sus asesores y le contó su conversación de la

mañana.

—¿Por qué él es feliz?


—Ah, Majestad, lo que sucede es que él está fuera del círculo.

—¿Fuera del círculo?

—Así es.

—¿Y eso es lo que lo hace feliz?

—No, Majestad, eso es lo que no lo hace infeliz.

—A ver si entiendo, estar en el círculo te hace infeliz.

—Así es

—Y él no está.

—Así es.

—¿Y cómo salió?

—¡Nunca entró!

¿Qué círculo es ese?

—Verdaderamente, no te entiendo nada.

—La única manera para que entendieras, sería mostrártelo en los hechos.

—¿Cómo?

—Haciendo entrar a tu paje en el círculo.

—Eso, obliguémoslo a entrar.

—No, Alteza, nadie puede obligar a nadie a entrar en el círculo.

—Entonces habrá que engañarlo.

—No hace falta, Su Majestad. Si le damos la oportunidad, él entrará, solito.

—¿Pero él no se dará cuenta de que eso es su infelicidad?

—Sí, se dará cuenta.

—Entonces no entrará.


—No lo podrá evitar.

—¿Dices que él se dará cuenta de la infelicidad que le causará entrar en ese

ridículo círculo, y de todos modos entrará en él y no podrá salir?

—Tal cual. Majestad, ¿estás dispuesto a perder un excelente sirviente para poder

entender la estructura del círculo?

—Sí.

—Bien, esta noche te pasaré a buscar. Debes tener preparada una bolsa de

cuero con 99 monedas de oro, ni una más ni una menos. ¡99!

—¿Qué más? ¿Llevo guardias por si acaso?

—Nada más que la bolsa de cuero. Majestad, hasta la noche.

—Hasta la noche.

Así fue. Esa noche, el sabio pasó a buscar al rey. Juntos se escurrieron hasta los

patios del palacio y se ocultaron junto a la casa del paje. Allí esperaron el alba.

Cuando dentro de la casa se encendió la primera vela, el hombre sabio agarró la

bolsa y le pinchó un papel que decía:

ESTE TESORO ES TUYO. ES EL PREMIO POR SER UN BUEN HOMBRE.

DISFRÚTALO Y NO CUENTES A NADIE CÓMO LO ENCONTRASTE.

Luego ató la bolsa con el papel en la puerta del sirviente, golpeó y volvió a

esconderse. Cuando el paje salió, el sabio y el rey espiaban desde atrás de unas

matas lo que sucedía. El sirviente vio la bolsa, leyó el papel, agitó la bolsa y al

escuchar el sonido metálico se estremeció, apretó la bolsa contra el pecho, miró

hacia todos lados y entró en su casa.

Desde afuera escucharon la tranca de la puerta, y se arrimaron a la ventana para

ver la escena. El sirviente había tirado todo lo que había sobre la mesa y dejado

sólo la vela. Se había sentado y había vaciado el contenido en la mesa. Sus ojos

no podían creer lo que veían. ¡Era una montaña de monedas de oro! Él, que

nunca había tocado una de estas monedas, tenía hoy una montaña de ellas para


él. El paje las tocaba y amontonaba, las acariciaba y hacía brillar la luz de la vela

sobre ellas.

Las juntaba y desparramaba, hacía pilas de monedas. Así, jugando y jugando

empezó a hacer pilas de 10 monedas: Una pila de diez, dos pilas de diez, tres

pilas, cuatro, cinco, seis... y mientras sumaba 10, 20, 30, 40, 50, 60... hasta que

formó la última pila: ¡9 monedas! Su mirada recorrió la mesa primero, buscando

una moneda más. Luego el piso y finalmente la bolsa. “No puede ser”, pensó.

Puso la última pila al lado de las otras y confirmó que era más baja. —¡Me robaron

–gritó— me robaron, malditos! Una vez más buscó en la mesa, en el piso, en la

bolsa, en sus ropas, vació sus bolsillos, corrió los muebles, pero no encontró lo

que buscaba. Sobre la mesa, como burlándose de él, una montañita

resplandeciente le recordaba que había 99 monedas de oro “sólo 99”. “99

monedas. Es mucho dinero”, pensó. Pero me falta una moneda. Noventa y nueve

no es un número completo –pensaba—. Cien es un número completo, pero

noventa y nueve, no.

El rey y su asesor miraban por la ventana. La cara del paje ya no era la misma,

estaba con el ceño fruncido y los rasgos tiesos, los ojos se habían vuelto

pequeños y arrugados y la boca mostraba un horrible rictus, por el que asomaban

sus dientes. El sirviente guardó las monedas en la bolsa y mirando para todos

lados para ver si alguien de la casa lo veía, escondió la bolsa entre la leña. Luego

tomó papel y pluma y se sentó a hacer cálculos. ¿Cuánto tiempo tendría que

ahorrar el sirviente para comprar su moneda número cien? Todo el tiempo hablaba

solo, en voz alta. Estaba dispuesto a trabajar duro hasta conseguirla. Después

quizás no necesitara trabajar más. Con cien monedas de oro, un hombre puede

dejar de trabajar. Con cien monedas un hombre es rico. Con cien monedas se

puede vivir tranquilo. Sacó el cálculo. Si trabajaba y ahorraba su salario y algún

dinero extra que recibía, en once o doce años juntaría lo necesario. “Doce años es

mucho tiempo”, pensó.

Quizás pudiera pedirle a su esposa que buscara trabajo en el pueblo por un

tiempo. Y él mismo, después de todo, él terminaba su tarea en palacio a las cinco


de la tarde, podría trabajar hasta la noche y recibir alguna paga extra por ello.

Sacó las cuentas: sumando su trabajo en el pueblo y el de su esposa, en siete

años reuniría el dinero. ¡Era demasiado tiempo! Quizás pudiera llevar al pueblo lo

que quedaba de comida todas las noches y venderlo por unas monedas. De

hecho, cuanto menos comieran, más comida habría para

vender...Vender...Vender... Estaba haciendo calor. ¿Para qué tanta ropa de

invierno? ¿Para qué más de un par de zapatos? Era un sacrificio, pero en cuatro

años de sacrificios llegaría a su moneda cien.

El rey y el sabio volvieron al palacio. El paje había entrado en el círculo del 99...

...Durante los siguientes meses, el sirviente siguió sus planes tal como se le

ocurrieron aquella noche. Una mañana, el paje entró a la alcoba real golpeando

las puertas, refunfuñando y de pocas pulgas…

—¿Qué te pasa? –preguntó el rey de buen modo.

—Nada me pasa, nada me pasa.

—Antes, no hace mucho, reías y cantabas todo el tiempo.

—Hago mi trabajo, ¿no? ¿Qué querría su Alteza, que fuera su bufón y su juglar

también?

No pasó mucho tiempo antes de que el rey despidiera al sirviente. No era

agradable tener un paje que estuviera siempre de mal humor.

(Bucay,J. “Recuentos para Demián” 2006 Ed. Océano.)



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