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DE AQUÍ PA´L RIAL (Pachuca)

Foto del escritor: Carmen benavidesCarmen benavides

Es en el “Arbolito” donde se desarrolla nuestra historia allá por los años veinte y nuestros personajes son dos mineros: un pachuqueño y un “guanajua” (nombre con el que se conocía a los operarios llegados del Estado de Guanajuato), estos últimos, como ya se ha dicho anteriormente, abundaban en aquella época. Bebedores incansables, mineros en su patria chica, de la que salieron cuando las minas habían decaído y aunque el trabajo de los socavones era rudo y arduo, seguían la vieja tradición de nacer y morir en la mina y, aún más, la de hacer mineros a sus hijos, y a los hijos de sus hijos, que difícilmente alcanzaban a conocer.

Estos hombres parecían tener absoluto desprecio por la vida y lo gritaban y cantaban continuamente, cuando los humos del alcohol nublaban su cerebro. Desde que llegaron se hicieron notables por su fortaleza y conocimiento del trabajo, pero también porque en los días de fiesta vestían camisa y calzón blanco atado a los tobillos y calzaban regularmente huaraches de cuero. A este atuendo sumaban un sombrero de copa cónica y alas caídas, hecho de palma y usaban indefectiblemente una especie de cobija o sarape de color rojo que se echaban a l hombro.

Su gusto y hazaña radicaba en recorrer todas las tabernas del barrio y algunas de lugares vecinos, que desde luego eran muchas, quizás más de una treintena, y beberse un vaso de pulque o aguardiente según el caso en cada una, mezcla que hacia terribles estragos en el cerebro. Cuando ya estaban ebrios, nos dice don Rodolfo Benavides:

Cogían uno d ellos extremos de la cobija con la mano izquierda colocándosela sobre el hombro y arrastraban el resto por el suelo. En la mano derecha llevaban su arma favorita: una “cola de gallo” o tranchete, arma blanca en forma de hoz, pero con el filo de una navaja de barba. Luego, a gritos, iban por la calle ofreciendo la muerte con estas palabras: “A ver quién es el jijo (…) que pisa la cobija (…)” en estos casos lo mejor era rodear la manzana o esperar a que pasara el “guanajua” y si algún pacifico ciudadano al salir de su casa tenia la mala estrella de pisar la cobija, se veía en la necesidad de reunir toda la agilidad para ponerse fuera del alcance del

tranchete o hacer frente a la imprevista situación. Generalmente, sigue diciendo Benavides, cuando uno de estos guanajuatenses aparecía en esas condiciones, surgía algún paisano suyo que lo secundaba, por lo que en vez de uno ya eran dos los que caminaban a ambos lados de la calle haciendo imposible el paso de la gente pacífica. Por esto se decía que eran montoneros; sin embargo, la verdad era que el trafico de viandantes se paralizaba en las empinadas y desbanquetadas callejas, pero no todo era gloria y triunfo para los “guanajuas”, frecuentemente, sobre todo cuando pasaban frente a alguna pulquería, los miembros nativos (de Pachuca) se enchilaban y echando mano a su fierro salían en defensa de honor del terruño, que se veía humillado por aquellas bravuconadas.

Se suscitaba entonces una pelea entre improvisados gladiadores, que con torpes movimientos, merced al alcohol ingerido, atraía la atención de los habitantes de la barriada, que desde luego no intervenía por considerar aquella una lucha de honor. Difícil era en su situación poder acertar fácilmente el golpe de muerte, de modo que antes de que esto sucediera, varias cuchilladas rasgaban la piel y, en algún caso, músculos del brazo o del pecho, ensangrentando las ropas de manera verdaderamente impresionante. Cansados y jadeantes, después de un buen rato, se trenzaban a la mitad e la calle hasta que uno de los dos caía inerte o quedaba imposibilitado para seguir la pelea.

El triunfador era conducido por sus seguidores a la pulquería más cercana y tras de medio curarle las heridas, le invitaban a libar pulque o aguardiente para mojar la garganta. Temiendo que los amigos o familiares del contrincante pudieran llegar a buscarle para ejercer venganza o que la policía o el ejercito fueran a aprehenderlo, le aconsejaban que huyera de inmediato a otro sitio, pero ¿a dónde?: “De aquí pa´l rial vale”, le indicaban. Lo que querían decir era “vete para el Real del Monte”, una población minera ubicada a escasos 10 kilómetros de Pachuca, donde al menos podría seguir trabajando en alguna mina mientras los hechos se olvidaban.

Así, mientras una virola dejaba escuchar las ríspidas notas de alguna canción en boga y el barrio se aprestaba a descansar, en la penumbra de la noche, llevando solamente lo más indispensable, aquel hombre gladiador, momentos antes

vitoreado por sus seguidores, iniciaba por entre los cerros que circundan a la ciudad hidalguense la huida en complicidad con la oscuridad. En tanto que, en algún cuarto de vecindad, cuatro cirios despedían de este mundo al que fuera su enemigo casual.

(Menes Llaguno J.M. “Tradiciones y leyendas de Pachuca” 2017)



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